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La Sorrozuela es una urbanización en el municipio de Bareyo, cuya capital es el pueblo de Ajo; esta situada entre el faro y la desembocadura del río Campiezo, al final de la ría de Castellanos, o ría de Ajo. La costa es escarpada, agreste y salvaje, muy peligrosa; no hay playa, sólo queda un húmedo arenal durante la bajamar.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Un sucedido curioso: la mar devuelve casi siempre lo que no es suyo, Neptuno mediante

Fue un pequeño accidente, una leve imprudencia o simplemente un lance del deporte: el penúltimo domingo de septiembre, el día vigésimo segundo del mes, teníamos una marea viva, aunque ya iba a menos, con pleamar a las 19.13 horas, según la tabla del Puerto de Santander; caía la tarde, eran ya pasadas las 7 P.M., empezaba a “picarse” la mar, entraban negros nubarrones y se había oscurecido definitivamente el día. No había ni un alma a la vista.
En ese momento arribaba al puertecillo de “La Sorrozuela” una piragua; bueno, eso era un suponer, porque el puerto ni se veía, estaba un metro por debajo del nivel del mar, y batían las olas, y se hacía de noche por momentos. El desembarco debía ser necesariamente en las escaleras de hormigón que salvan la diferencia de cota entre el puerto y el camino, varios metros de roca vertical.
La maniobra, ya ensayada con éxito en muchas ocasiones anteriores, esta vez fracasó, seguramente porque el cansancio impidió al remero afrontar la operación con la tensión requerida, así que, tras saltar a tierra, con el agua hasta la cintura y por no tener los reflejos suficientes para poner inmediatamente la piragua de proa a las olas, estas atacaron al endeble navío por estribor, elevándolo y lanzándolo encima del remero, de tal manera que la piragua en su caída impactó sobre su espalda; el remo y bidón de transporte estanco saliendo despedidos y se los llevó la marea, que afortunadamente era todavía ascendente, ría arriba, no así las ruedas auxiliares para los recorridos por la calzada, que no se desengancharon del todo, y pudieron ser asidas “in extremis”, y desde el agua, lanzadas hábilmente al descansillo de las escaleras, muchos peldaños arriba, fuera de la acción de las olas. Por fortuna la embarcación estaba férreamente asida por las musleras (artilugio adecuado para, en otras circunstancias, “coger olas”), por lo que no se la llevó la fuerza del agua.
En tan comprometida situación había que hacer algo  en décimas de segundo, era necesario tomar una decisión: abandonar las pertenencias arrebatadas por el furor de la naturaleza, que parecía querer desatarse y cobrar su tributo, o luchar contra los elementos para salvar la embarcación y el equipamiento, además de la honrilla marinera del nauta. Y la decisión se tomó, el auto rescate parecía relativamente fácil: sólo había que encaramarse al navío, tumbarse a la manera en que lo hacen los surfistas sobre su tabla, remar con manos y brazos hasta los pertrechos que flotaban ría arriba, recuperarlos, y después volver a intentar el desembarco con más rigor y a la espera de mejor fortuna; la única dificultad estribaba en que la mar estaba picada, las olas rompían allí mismo y se estaba haciendo de noche. Había que echarle una de determinación (por no decir otra cosa) y actuar con rapidez.
Y la decisión fue la que manda la tradición centenaria de los marinos españoles, esa que dejó escritas infinidad de páginas de gloria en los anales de la historia, esa que permitió acuñar la frase (Felipe II, dixit) de que la Armada Invencible fue a luchar contra hombres, no contra los elementos.
El piragüista se encaramó 4 ó 5 veces a su navío, y en todas las ocasiones (menos en una, la última, la definitiva) la siguiente ola volcó la embarcación, descabalgó al intrépido, y a la par, torpe navegante, y le lanzó de nuevo al agua; en la primera caída el pie izquierdo tocó fondo entre dos rocas, sufriendo un fuerte rasponazo en dedos y empeine, y la sangre comenzó a fluir, ¡menos mal que no había tiburones en las proximidades!; en la segunda de ellas la fuerza del agua le arrebató las gafas (¡atención que esto no es un McGuffin!), por lo que la operación se complicó todavía más, porque seis dioptrías son exactamente eso … ¡seis dioptrías!.
¡Más problemas!, cada vez resultaba más difícil enderezar la piragua tras cada vuelco, ¿pesaba más o es que las fuerzas se iban agotando?; ¡realmente pesaba más!, pero también las fuerzas iban a menos, el tambucho de estribor había quedado mal cerrado, consecuentemente la piragua había perdido estanqueidad y embarcaba agua cada vez que volcaba, se sumergía y quedaba quilla arriba.
Sin gafas, haciéndose de noche, con las aguas que se embravecían por momentos y cerquísima ya la pleamar  … había que hacer un esfuerzo adicional y ponerle un poco más de maña a las maniobras de salvamento: alejarse de tierra y de la rompiente, empujar la piragua unos metros hacia el mar, para evitar la acción de las olas al romper y a partir de ahí recomenzar las operaciones: ¡mano de santo!, ¡dicho y hecho!, a la primera el sufrido y herido marinero abordó de panza la embarcación y se situó, reptando, cerca de la proa; instalarse y comenzar a remar fue todo uno, las manos hacían de improvisadas palas, y producían un avance significativo, enseguida llegó al remo de verdad, lo asió férreamente, cambió de posición sobre la piragua, de tumbado en la proa pasó a sentarse en el habitáculo que le es propio, de ahí unas paladas enérgicas en dirección al bidón estanco, que flotaba a la deriva a unos metros de distancia, el trayecto fue rápido, recuperó el bidón, lo instaló en el hueco diseñado para ese fin en la popa, tras el asiento del remero …, recuperados los pertrechos ya sólo procedía pensar en cómo desembarcar apropiadamente en el segundo intento, y, a ser posible, con más éxito que en el primero.
Se preparó para la maniobra, reptó de nuevo por la proa hasta el tambucho de babor, donde estaban las sandalias de agua, las cogió, aseguró el cierre, volvió al asiento y se las calzó, dedicó después unos minutos a observar el estado del mar, la secuencia de las olas, para encontrar pequeños periodos de calma y, alternativamente, las más potentes, se trataba de arribar al puerto en el momento de mayor tranquilidad o esperar una gran y potente ola para salvar unos peñascos y llegar a tierra en otro punto distinto, pero próximo; como la tranquilidad suficiente no existía, sino que el temporal iba a más, la opción fue la segunda: cabalgar una buena ola, superar el obstáculo rocoso y quedar plácidamente sobre la plataforma posterior, casi lisa y sin apenas rocas sueltas, el problema era “sólo” llegar, ¡y llegó!, la ola fue buena, superó el obstáculo y depositó la frágil embarcación en lugar seguro, aunque fue preciso arrastrarla todavía unos metros para que no le alcanzaran las embestidas del mar, ni el flujo y reflujo de las olas. ¡Y todo sin gafas!.
El lugar de arribada distaba algo de las escaleras, a pie se podía llegar, no sin dificultad, por la pared de roca, pero no con la piragua al hombro, así que buscó entre la maleza la forma de ascender al camino, por el terraplén lleno de arbolado y vegetación, incluidas zarzas; subió sin producirse mayores rasguños, aparte de los que ya tenía, regresó a casa para coger un buen cabo de 15 ó 20 metros que le permitiera izar la piragua por el mismo lugar hasta tierra firme.
Al volver ya provisto de elementos para el rescate de la embarcación, se encontró por la zona a Jóse, un gran aficionado a la pesca, tanto desde tierra como desde mar adentro, y dueño de un barco cabinado de cierto porte que suele fondear en la zona; y como no podía ser de otra manera, porque la solidaridad aún existe entre los amantes de la mar, Jóse se aprestó a ayudar al piragüista en la recuperación de su modesto navío. Entre dos hombres fornidos ya se podía trasladar la piragua a seco por la vía natural: uno la llevaría con mucho cuidado por las rocas, con el agua a ratos hasta la cintura y en el punto crítico, en un paso imposible para uno solo, la izaría por la popa hasta que el otro pudiera cogerla por la proa. Parecía factible desechar la idea de arrastrarla por el tramo de monte, corto, pero empinado y lleno de maleza, que separa la rivera del mar del camino. Y así se hizo. Pero no resultó fácil, el mar no dejaba de romper con fuerza y el voluntarioso rescatador, vestido de calle, acabó mojado hasta la coronilla, pero con su inapreciable ayuda la operación concluyó con éxito; todos sanos y salvos, todo recuperado, excepto las gafas, que habían quedado a merced del temporal y quien sabe si camino de la Pérfida Albión, arrastradas mar adentro hasta los confines del Cantábrico.
¡Ay, las gafas!, ¿dónde estarían realmente en ese momento?, porque eran muy ligeras, apenas unos gramos de peso: pequeñas, montura mínima de titanio (como la cubierta del Guggenheim Museum de Bilbao) y cristales orgánicos reducidos. Las dimos por perdidas, un modesto tributo a los dioses del Olimpo, encabezados por el mismísimo Neptuno: salvamos la vida (un mal golpe contra las escaleras de hormigón habría resultado fatal), no hubo más daños personales que las pequeñas heridas en el pie izquierdo, los mil euros largos que constaron las gafas, una miseria sin importancia.
Un par de días después nos dimos un paseo por la óptica y encargamos otras, aunque no fue fácil dar con un diseño prácticamente idéntico, ¡pero finalmente lo encontramos en un catálogo de monturas!
Los fines de semana siguientes el tiempo fue en general bueno, otoñal pero bueno, ideal para los paseos, incluso alguno permitió baños en el mar a mediodía. La piragua, sin embargo, tras ser mangueada con agua dulce, pasó a la situación de reposo de invernada, hasta la próxima primavera.
La sorpresa surgió casi un mes después, el domingo 20 de octubre cuando el piragüista y Jóse coincidieron casualmente en el embarcadero contemplando el mar; y Jóse le dijo: “Tengo algo para ti … ¡han aparecido tus gafas!, luego pasas por casa y te las doy”. Sorpresa, pero no incredulidad, alegría, curiosidad, ¿cómo estarían tras un baño continuo de inmersión en agua de mar de casi un mes?.
Y una pregunta (o varias encadenadas): ¿cómo han aparecido?, ¿cuando?; ¿dónde?, ¿quién las ha encontrado?; las respuestas fueron fáciles: las ha encontrado una chica que suele venir a “La Sorrozuela” en bajamar a pasear a su perra por el arenal, una Labrador Retriever, versión adulto del cachorro del anuncio de Scotex; ¿y cómo es la chica, para que si le veo le pueda agradecer su detalle?: joven, menuda, atractiva, simpática, muy buena gente; han aparecido medio enterradas cerca del lugar donde el mar se las arrebató al piragüista en el naufragio; creía recordar que el hallazgo fue el 16 de octubre; y no estaban del todo mal, dijo que algo arañadas por la acción combinada de agua, arena y rocas, dentro de una batidora movida por la fuerza motriz de las olas, a ratos muy bravas, pero estaban bien, dentro de un orden. ¡Había que verlas!.
            El reencuentro con las gafas acreditó que habían aguantado bastante bien el temporal, los golpes, el salitre y casi cuatro semanas a la intemperie y bajo el agua, al ritmo de las mareas: la montura estaba perfectamente bien, ni un átomo de oxidación en el titanio, el plástico del final de las patillas había mudado de color, pero estaba bien, y sí, sólo las lentes presentaban un cierto deterioro, por los arañazos de tanto ir y venir mecidas o arrastradas entre rocas y arena.
            Decíamos al principio que la mar devuelve casi siempre lo que no es suyo, Neptuno mediante, así ha sido en esta ocasión; hace unos días alguien nos dijo que una hija suya había perdido una mochila en la playa, en un descuido se la llevó el mar, pero unos días después recibió una llamada de la Guardia Civil diciéndole que había aparecido, y prueba de ello era que le llamaron por la documentación que contenía, incluido el documento nacional de identidad de la joven.
            Adquirido ya un modelo prácticamente idéntico, las viejas gafas merecían, por su aventura, otra oportunidad, una segunda vida útil: reparadas en lo posible servirán para futuras travesías por la ría de Castellano, o de Ajo, o de Isla, o de Campiezo, y también para otras prácticas deportivas algo agresivas para las lentes: sesiones dobles de spinning un día sí y otro también.
            Para cerrar el círculo ya sólo quedaba localizar a la paseante playera, y a su perra, o más bien a la paseante por su perra, para agradecerle el detalle, porque bien podría haber “pasado” de recoger unas gafas en la playa y esforzarse en localizar a su posible propietario. Y de nuevo la diosa Fortuna se hizo presente para colaborar con el dios Neptuno, el 2 de noviembre apareció por la urbanización Olga, que así se llama la dama, acompañada por su perra, para pasear por la playa y permitir al animal que se bañara en el mar, aunque en este día poco iba a poder ser, porque el temporal que hemos sufrido en el "puente" del 1 de noviembre ha sido fortísimo.
            Saludo, presentaciones, agradecimiento y la concreción de algunos detalles: las gafas aparecieron a 10 metros del lugar concreto en que cayeron al mar, sobresalían parcialmente en la arena entre el puertecillo de “La Sorrozuela” y la lengua de agua más próxima del río Campiezo. Olga las recogió y se las entregó a Jóse, porque Jóse, en una jornada de pesca en la zona había perdido unas gafas suyas, seguramente cuando preparaba los aparejos en ese mismo lugar, y Jóse se lo había comentado a Olga en uno de sus paseos con la perra, que Jóse también tiene otro can; otra de las coincidencias es que, como queda relatado, Jóse ayudó en el rescate de la piragua y sabía de la pérdida de las gafas del naufrago, y lógicamente si las aparecidas no eran las suyas … pues “blanco y en botella”, sólo podían ser las del piragüista naufrago.
            Y aquí concluye la historia o el sucedido; ahora sólo falta que Neptuno, o mejor, una bella sirena cántabra, devuelva las gafas de Jóse: el hombre se lo merece.
            Y en lo que a nosotros respecta: muchas gracias, por este orden, a Neptuno, a Olga y a Jóse, aunque bien podría ser a Jóse, Olga y Neptuno, porque, parafraseando el axioma matemático, el orden de los factores no altera, ni disminuye, el mucho agradecimiento a todos. F.

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